Saturday, August 24, 2013

Piel


Sherman Alexie

Michael se estaba quitando la camisa en el cuarto de lavado cuando su hijo, de 11 años, entró.

“Papá, ¿Que te pasó en la espalda?”

La espalda de Michael estaba llena de cicatrices debido al acné de su juventud. Avergonzado  de su piel, nunca le habían dado un masaje. Incluso después de 20 años de matrimonio todavía usaba una playera cuando hacía el amor con su esposa.

“¿Te quemaste?” Preguntó su hijo.
“Me hirieron en la guerra”, contestó Michael.
“¿Cuál guerra?”

“La Guerra de la Pobreza” dijo. “Yo era pobre, tenía un seguro médico deficiente. Nadie me dijo que podía tratar médicamente mi piel, ni mis padres, ni los doctores. Nadie”.

“Lo siento”, le dijo su hijo. “Quisiera borrarte esas cicatrices”.
“Eres un muchacho maravilloso, ¿sabías eso?”
“Por supuesto” dijo el niño, y sonrió.

Ese día, más tarde, Michael vio a una mujer guapísima en un restaurante. Sus ojos eran azul oscuro, como un río subterráneo iluminado por una fogata. Pero su cara estaba picada por las cicatrices del acné. Cráteres profundos donde Neil Armstrong podía plantar una bandera. Michael se preguntó si la mujer creía que era hermosa. ¿Se miró al espejo y sólo vio las cicatrices?. Michael sabía que tenía suerte de que sus cicatrices estuvieran en su espalda. Sólo podía verlas si hacía gimnasia frente a un espejo. Por un momento pensó en acercarse a la mujer y decirle que era muy guapa, que él entendía lo que significaba avergonzarse de la piel de uno. Pero, ¿No recordar la vergüenza sólo causa más vergüenza?.

Esa noche Michael se quitó la camisa y le pidió a su esposa que le diera un masaje en la espalda.
“Haz de cuenta que mis cicatrices son estrellas”, dijo. “Y dime si ves alguna constelación”. ◊ 

Thursday, August 8, 2013

Más rápido


Sherman Alexie

Durante nuestro larguísimo matrimonio en los Estados Unidos, mi esposa ha subido 15 kilos de peso, yo he ganado 21. Seguí comiendo, pero mi esposa se metió a un grupo de cincuentonas que entrena para un triatlón, y nada, anda en bicicleta y corre para volver a tener el cuerpo de cuando era adolescente.

Yo le eché porras en las tres primeras carreras, pero me sentí tan avergonzado de mi tamaño entre esas mujeres y hombres de cuerpo atlético, que dejé de ir. Y después, mortificado por estar desnudo ante el hermoso y delgado cuerpo de mi esposa, dejamos de tener sexo. No soy de esos hombres gordos que van sin camisa por la calle, y me he convertido en un gordo que no se quita la playera en privado.

Por supuesto, mi mujer empezó a salir con otros. Pero me sorprendió que se enamorara de una mujer. Y quedé petrificado cuando me dejó por ella. 

Han pasado tres años desde el divorcio, me inscribí en el programa Weight Watchers por Internet y sigo perdiendo y ganando 9 kilos. El Sr. Diabetes se ha mudado al departamento junto al mío y creo que se roba mi correo.

Extraño a mi esposa. Conozco el lago donde nada por las mañanas, así que estaciono mi coche cerca,  y la observo. Ella sabe que estoy ahí. Sabe que aún la amo. Y sigue nadando. 


Fast, by Sherman Alexie. The Stranger, August 29, 2012.

Fast, by Sherman Alexie. The Stranger, August 29, 2012
August 29, 2012
August 29, 2012

My new short short story "Fast" is online at The Strang
- See more at: http://www.fallsapart.com/blog/fast/#sthash.UVGZIBbr.dpuf

Wednesday, August 7, 2013

Mi tío Héctor


Sherman Alexie

Hace cuarenta y un años, mi tío Héctor dijo que iría a Spokane, cruzó el umbral de la puerta y desapareció. Era mi tío favorito, yo sólo tenía siete años de edad.  El ahora tendría setenta y dos. Cuando se fue era un alcohólico de la reservación, trabajador de mantenimiento que sólo algunas veces tenía trabajo, pero si no hubiera desaparecido, probablemente hubiera dejado el alcohol y convertido en un indio viejo, respetado.

Los hombres indios viven como viven los caballos salvajes, corriendo hermosos y peligrosos, hasta que alguna fuerza externa, -algún metafórico vaquero- los doma. Imagino que Héctor, en sus años mozos sería el Danzante Tradicional Principal en cada tercer powwow (reunión anual de la tribu). Probablemente estaría tan gordo como yo. Los cuates indios vienen en dos tallas: los delgados, muchachos andróginos que enloquecen a las muchachas, y los más viejos, que con sus grandes panzas, piernas flacas y pies fosilizados, se ven como pollos sobrealimentados.

Con  los años he perdido dos tíos y tres tías, por el cáncer, enfermedades del corazón y accidentes de autos. Un tío sobrevivió, en Seattle, pero rara vez lo veo. Mi padre murió de diabetes siete años atrás. He tenido tres primos en la cárcel, tres viviendo muy pobres en nuestra reservación y una bella y distante prima quien se casó con un indio de la tribu Lakota y se mudó a Dakota del Sur. Cuando teníamos doce años, nos acariciamos en una casa del árbol. Todavía creo que ella es la mujer más hermosa que ha existido. Y la quise tanto, romántica e inapropiadamente que nunca me molesté en besar a otra mujer.

La mejor cosa que me dijo mi prima fue: “Si viviéramos en la Antigua Inglaterra, podríamos casarnos. Si fuéramos de la realeza, podríamos tener una docena de bebés”.
Todavía vivo con mi madre. El resto del mundo puede llamarme un fracasado, supongo, pero los indios no juzgan a los indios adultos por vivir en la casa de sus padres. Todo- nuestras mayores pérdidas y nuestras grandes bellezas- es considerado sagrado y necesario.

La mejor cosa que mi madre me ha dicho es: “Sabes lo que hay dentro del libro de auto-ayuda de un indio? Fotos de otros libros de auto-ayuda”.
Bueno, después de cuatro décadas de que mi tío Héctor caminó a la nada, decidí que teníamos que enterrarlo.
“Pero no hay cuerpo”, dijo mi madre.
“No necesitamos uno”, contesté. “Podemos enterrar su memoria”.
“Creo que podría estar aún vivo” dijo.
“Si estuviera vivo habría regresado, o escrito una carta, o llamado. Algo, Héctor fue muy bueno para dejarnos colgados”.
“Fue un buen hombre”.
“Sí”, dije. “Un buen hombre”.

En realidad, Héctor fue un  buen hombre sólo a veces. Pero necesitamos hacer a los muertos mejores gente de lo que fueron, porque eso nos hace ver mejores para quererlos.
La mayor parte del tiempo Héctor fue un temperamental culero. Bebía, consumía drogas y se metía en peleas como si pensara que cada hombre blanco era un soldado de caballería. Yo sabía que cuando caminaba hacia Spokane se había peleado con el tipo equivocado, o con un grupo de tipos rudos que lo habían golpeado hasta matarlo. No era visionario, pero cada que cerraba yo los ojos veía sus huesos dispersos, raspados por el viento y animales salvajes.

Podía ver los hoyos en su calavera, resultado del acero. Podía oír el metal golpeando el hueso. Ese era el destino de Héctor. Los hombres violentos mueren violentamente. Los guerreros son asesinados.
Debido a que mi madre era buena en los funerales (cocinaba, limpiaba, cantaba, tocaba el tambor y sostenía la mano de cualquier doliente que sufría más en cada particular momento) decidió que sí, era momento de sepultar a Héctor.

La mayoría de la tribu vino para velarlo. Cantamos las canciones correctas, hicimos los halagos correctos y nos mantuvimos despiertos por dos días. La mejor parte del funeral fue que tuvimos un ataúd abierto y vacío.
La mejor broma del funeral: “Héctor era tan payaso que me sorprende que no haya regresado de la muerte a meterse a su ataúd y morir de nuevo”. La mejor cosa triste que se dijo de Héctor: “El no le tenía miedo a ningún hombre blanco. Pero los hombres blancos tampoco le tenía miedo a él”.

Colocamos el ataúd vacío en una camioneta y lo llevamos al cementerio católico. Sí, nosotros, los indios Coeur d’Alene somos los mejores católicos que te vas a encontrar. Cuando comemos el pan y bebemos el vino, estamos comiendo a Jesús, la Virgen María y a los doce apóstoles, incluyendo al traídor Judas.
Bajamos el ataúd de Héctor a la cepa abierta y después de que todos lanzamos un puño de tierra a la tumba lo enterramos completamente. Después se fueron.
La mejor cosa que se dijo cuando partían: “Dentro de cien años, cuando arqueólogos blancos abran ese ataúd y lo encuentren vacío, se van a preguntar lo que significa”.

Luego, ante la tumba, cuando los gorriones bajaron el sol y los mosquitos subieron la luna, sólo quedamos mi madre y yo. Ella cantaba bajito una vieja canción de duelo. Yo no me la sabía, así que no pude cantar con ella. Mi madre podía ser reservada en ese sentido, podía guardar las viejas tradiciones en su pecho. Prefería verlas morir que verlas corromperse con un indio de teléfono celular como yo.

De cualquier modo, cuando cantaba, miré el epitafio de Héctor escrito en madera, con su nombre, fecha de nacimiento, fecha de desaparición y algunos caracteres indios al azar. Me pregunté si era posible para un indio morir pacíficamente. Tengo una fotografía de Héctor, cuando niño, lo cargaba su abuela Agnes. Ella nació antes de la guerra civil, así que, sí, mi tío favorito sólo estuvo a un grado de ser esclavo.

Agnes era una muchacha joven, viviendo en la recién creada reservación india Coeur d’Alene cuando Custer y sus soldados fueron correctamente muertos en Little Bighorn, en Montana. Héctor fue solamente removido a un grado de las guerras indias. Y Agnes fue la madre de tres niños, la primera generación de nuestra tribu que nació y vivió en una casa de cuatro paredes, cuando el ejército de los Estados Unidos se vengó masacrando a cientos y cientos de  personas desarmadas, viejos, mujeres y niños en la llamada batalla de Wounded Knee, en Dakota del Sur. Héctor solo fue removido un grado del genocidio. ¿Cómo podría haberse convertido en algo diferente al hombre violento que murió violentamente?

Sí, el crimen engendra el crimen, el crimen engendra a un hombre indio a quien probablemente le dio un aventón un joven blanco borracho que parecía amigable y después lo mató. Hey, espera. Aquí hay algo que no he querido admitir. Aquí hay algo que ningún indio quiere admitir. Héctor no hubiera sido presa fácil de algún carnívoro hombre blanco. No se hubiera metido a un carro con blancos extraños o hubiera ido a alguna fiesta donde sólo estarían presentes hombres blancos.

Ese último día lo vimos salir hacia Spokane, Héctor sólo habría aceptado un aventón de otros indios –y sólo de indios que él conocía. Así que Héctor fue casi seguramente asesinado y desaparecido por otros indios de la reservación Coeur d’Alene o miembros de una facción rival de su propia tribu. 

Imagino que fue un accidente. Probablemente estuvieron tomando mucho, ellos siempre tomaban mucho. Y borracho, Héctor probablemente insultó a alguien. O admitió que se había cogido a la esposa de alguno o se había hecho novio de la hija de alguno de ellos. Y ellos probablemente estacionaron el coche en un camino apartado para que pelearan. Guerrero contra guerrero. E imagino que un golpe de suerte le partió el cráneo a Héctor. O tal vez Héctor retó a todos a una pelea. A lo mejor decidió que era lo suficientemente bravo para ganar a todos los indios al mismo tiempo. Quizás pensó que podía matar al mundo, y en lugar de eso aprendió que el mundo es invencible.

Sentado en la tumba vacía de mi tío desee que los indios que mataron a Héctor cantaran en su honor esa canción cuando enterraron su cuerpo en lo profundo del bosque. Hubiera deseado que alguno de esos indios me mandara una carta anónima diciéndome dónde lo enterraron. De ese modo podría yo desenterrarlo y traerlo al cementerio para depositar sus huesos en el ataúd vacío.

Imaginé que todas mis tías, tíos, sobrinos fueron enterrados en el ataúd vacío de Héctor. Supe que mi padre también fue enterrado ahí.
La mejor cosa que mi padre alguna vez me dijo: “Todos mis hijos fueron accidentes, pero tú eres el mejor accidente. Eres un auto chocado con plumas de águila”.
Estando en ese cementerio me sentí el único indio que importaba, y el único indio que no. Estaba vivo, maldita sea! Y planeaba vivir más tiempo que cualquier otro indio en el mundo.


Happy Trails
By Sherman Alexie, The New Yorker, June 10, 2013.