Sherman Alexie
Hace cuarenta y un años, mi tío Héctor dijo que iría a
Spokane, cruzó el umbral de la puerta y desapareció. Era mi tío favorito, yo
sólo tenía siete años de edad. El ahora
tendría setenta y dos. Cuando se fue era un alcohólico de la reservación,
trabajador de mantenimiento que sólo algunas veces tenía trabajo, pero si no hubiera
desaparecido, probablemente hubiera dejado el alcohol y convertido en un indio
viejo, respetado.
Los hombres indios viven como viven los caballos
salvajes, corriendo hermosos y peligrosos, hasta que alguna fuerza externa,
-algún metafórico vaquero- los doma. Imagino que Héctor, en sus años mozos
sería el Danzante Tradicional Principal en cada tercer powwow (reunión anual de la tribu). Probablemente estaría tan gordo como yo. Los cuates indios
vienen en dos tallas: los delgados, muchachos andróginos que enloquecen a las
muchachas, y los más viejos, que con sus grandes panzas, piernas flacas y pies fosilizados,
se ven como pollos sobrealimentados.
Con los años he
perdido dos tíos y tres tías, por el cáncer, enfermedades del corazón y
accidentes de autos. Un tío sobrevivió, en Seattle, pero rara vez lo veo. Mi
padre murió de diabetes siete años atrás. He tenido tres primos en la cárcel, tres
viviendo muy pobres en nuestra reservación y una bella y distante prima quien
se casó con un indio de la tribu Lakota y se mudó a Dakota del Sur. Cuando
teníamos doce años, nos acariciamos en una casa del árbol. Todavía creo que
ella es la mujer más hermosa que ha existido. Y la quise tanto, romántica e
inapropiadamente que nunca me molesté en besar a otra mujer.
La mejor cosa que me dijo mi prima fue: “Si viviéramos
en la Antigua Inglaterra, podríamos casarnos. Si fuéramos de la realeza,
podríamos tener una docena de bebés”.
Todavía vivo con mi madre. El resto del mundo puede
llamarme un fracasado, supongo, pero los indios no juzgan a los indios adultos
por vivir en la casa de sus padres. Todo- nuestras mayores pérdidas y nuestras
grandes bellezas- es considerado sagrado y necesario.
La mejor cosa que mi madre me ha dicho es: “Sabes lo
que hay dentro del libro de auto-ayuda de un indio? Fotos de otros libros de
auto-ayuda”.
Bueno, después de cuatro décadas de que mi tío Héctor
caminó a la nada, decidí que teníamos que enterrarlo.
“Pero no hay cuerpo”, dijo mi madre.
“No necesitamos uno”, contesté. “Podemos enterrar su
memoria”.
“Creo que podría estar aún vivo” dijo.
“Si estuviera vivo habría regresado, o escrito una
carta, o llamado. Algo, Héctor fue muy bueno para dejarnos colgados”.
“Fue un buen hombre”.
“Sí”, dije. “Un buen hombre”.
En realidad, Héctor fue un buen hombre sólo a veces. Pero necesitamos
hacer a los muertos mejores gente de lo que fueron, porque eso nos hace ver
mejores para quererlos.
La mayor parte del tiempo Héctor fue un temperamental
culero. Bebía, consumía drogas y se metía en peleas como si pensara que cada
hombre blanco era un soldado de caballería. Yo sabía que cuando caminaba hacia
Spokane se había peleado con el tipo equivocado, o con un grupo de tipos rudos
que lo habían golpeado hasta matarlo. No era visionario, pero cada que cerraba
yo los ojos veía sus huesos dispersos, raspados por el viento y animales
salvajes.
Podía ver los hoyos en su calavera, resultado del
acero. Podía oír el metal golpeando el hueso. Ese era el destino de Héctor. Los
hombres violentos mueren violentamente. Los guerreros son asesinados.
Debido a que mi madre era buena en los funerales
(cocinaba, limpiaba, cantaba, tocaba el tambor y sostenía la mano de cualquier
doliente que sufría más en cada particular momento) decidió que sí, era momento
de sepultar a Héctor.
La mayoría de la tribu vino para velarlo. Cantamos las
canciones correctas, hicimos los halagos correctos y nos mantuvimos despiertos
por dos días. La mejor parte del funeral fue que tuvimos un ataúd abierto y
vacío.
La mejor broma del funeral: “Héctor era tan payaso que
me sorprende que no haya regresado de la muerte a meterse a su ataúd y morir de
nuevo”. La mejor cosa triste que se dijo de Héctor: “El no le tenía miedo a
ningún hombre blanco. Pero los hombres blancos tampoco le tenía miedo a él”.
Colocamos el ataúd vacío en una camioneta y lo llevamos
al cementerio católico. Sí, nosotros, los indios Coeur d’Alene somos los
mejores católicos que te vas a encontrar. Cuando comemos el pan y bebemos el
vino, estamos comiendo a Jesús, la Virgen María y a los doce apóstoles,
incluyendo al traídor Judas.
Bajamos el ataúd de Héctor a la cepa abierta y después
de que todos lanzamos un puño de tierra a la tumba lo enterramos completamente.
Después se fueron.
La mejor cosa que se dijo cuando partían: “Dentro de
cien años, cuando arqueólogos blancos abran ese ataúd y lo encuentren vacío, se
van a preguntar lo que significa”.
Luego, ante la tumba, cuando los gorriones bajaron el
sol y los mosquitos subieron la luna, sólo quedamos mi madre y yo. Ella cantaba
bajito una vieja canción de duelo. Yo no me la sabía, así que no pude cantar
con ella. Mi madre podía ser reservada en ese sentido, podía guardar las viejas
tradiciones en su pecho. Prefería verlas morir que verlas corromperse con un
indio de teléfono celular como yo.
De cualquier modo, cuando cantaba, miré el epitafio de
Héctor escrito en madera, con su nombre, fecha de nacimiento, fecha de
desaparición y algunos caracteres indios al azar. Me pregunté si era posible
para un indio morir pacíficamente. Tengo una fotografía de Héctor, cuando niño,
lo cargaba su abuela Agnes. Ella nació antes de la guerra civil, así que, sí,
mi tío favorito sólo estuvo a un grado de ser esclavo.
Agnes era una muchacha joven, viviendo en la recién
creada reservación india Coeur d’Alene cuando Custer y sus soldados fueron correctamente
muertos en Little Bighorn, en Montana. Héctor fue solamente removido a un grado
de las guerras indias. Y Agnes fue la madre de tres niños, la primera
generación de nuestra tribu que nació y vivió en una casa de cuatro paredes, cuando
el ejército de los Estados Unidos se vengó masacrando a cientos y cientos
de personas desarmadas, viejos, mujeres
y niños en la llamada batalla de Wounded Knee, en Dakota del Sur. Héctor solo
fue removido un grado del genocidio. ¿Cómo podría haberse convertido en algo
diferente al hombre violento que murió violentamente?
Sí, el crimen engendra el crimen, el crimen engendra a
un hombre indio a quien probablemente le dio un aventón un joven blanco
borracho que parecía amigable y después lo mató. Hey, espera. Aquí hay algo que
no he querido admitir. Aquí hay algo que ningún indio quiere admitir. Héctor no
hubiera sido presa fácil de algún carnívoro hombre blanco. No se hubiera metido
a un carro con blancos extraños o hubiera ido a alguna fiesta donde sólo
estarían presentes hombres blancos.
Ese último día lo vimos salir hacia Spokane, Héctor
sólo habría aceptado un aventón de otros indios –y sólo de indios que él
conocía. Así que Héctor fue casi seguramente asesinado y desaparecido por otros
indios de la reservación Coeur d’Alene o miembros de una facción rival de su
propia tribu.
Imagino que fue un accidente. Probablemente estuvieron
tomando mucho, ellos siempre tomaban mucho. Y borracho, Héctor probablemente
insultó a alguien. O admitió que se había cogido a la esposa de alguno o se
había hecho novio de la hija de alguno de ellos. Y ellos probablemente
estacionaron el coche en un camino apartado para que pelearan. Guerrero contra
guerrero. E imagino que un golpe de suerte le partió el cráneo a Héctor. O tal
vez Héctor retó a todos a una pelea. A lo mejor decidió que era lo suficientemente
bravo para ganar a todos los indios al mismo tiempo. Quizás pensó que podía
matar al mundo, y en lugar de eso aprendió que el mundo es invencible.
Sentado en la tumba vacía de mi tío desee que los indios
que mataron a Héctor cantaran en su honor esa canción cuando enterraron su
cuerpo en lo profundo del bosque. Hubiera deseado que alguno de esos indios me
mandara una carta anónima diciéndome dónde lo enterraron. De ese modo podría yo
desenterrarlo y traerlo al cementerio para depositar sus huesos en el ataúd
vacío.
Imaginé que todas mis tías, tíos, sobrinos fueron
enterrados en el ataúd vacío de Héctor. Supe que mi padre también fue enterrado
ahí.
La mejor cosa que mi padre alguna vez me dijo: “Todos
mis hijos fueron accidentes, pero tú eres el mejor accidente. Eres un auto
chocado con plumas de águila”.
Estando en ese cementerio me sentí el único indio que
importaba, y el único indio que no. Estaba vivo, maldita sea! Y planeaba vivir
más tiempo que cualquier otro indio en el mundo.
Happy Trails
By Sherman Alexie, The New Yorker, June 10, 2013.